viernes, 29 de febrero de 2008

Crónica de una velada inesperada


Hay conciertos y conciertos.


Hay conciertos que empiezan mejor, otros que terminan peor, hay canciones que te dejan frío, hay gestos que valen más que las letras... pero lo que siempre queda es la intención.
Las ganas generalmente sobran, y en este último no faltaban. Lo controlable estaba controlado y los sentimientos que son los más inesperados se incontrolaron serenamente. Si alguna vez los controlo haganmelo saber para dejar de cantar, ya que eso significará que he perdido la capacidad de emocionarme encima de un escenario, lo cual se convertiría en la crónica de una muerte inesperada.

El único factor que podía fallar era el externo, las variables ambientales que se llaman; y esas fueron perfectas, tan perfectas como el público asistente, como el clima que invita a incontrolar esos sentimientos. Pero siempre hay más, siempre existe el factor más frío: el empresarial.

Ojalá las industrias se esfumasen y los empresarios monetarios se convirtieran en empresarios del arte. Pero en fin, por eso existe la palabra utopía y por eso tiene un sentido.
Para no quedarme fría, y no dejar fría la ilusión por seguir actuando, releo el comienzo del concierto, ese que comenzó con la parte sincera del evento:

MÚSICA

Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban acostumbradas al silencio.

En la casa no debía oírse ni un ruido, porque papá trabajaba.

Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo a ráfagas, el silencio se rompía con las notas del piano de papá. Y otra vez silencio.

Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba algo.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:

¡La música de papá, no te la creas...! ¡Se la inventa!

Ana María Matute


Gracias por vuestro apoyo.